Podría haberme referido en el titular a la tecnología de consumo en conjunto, pero creo que la clave de la cuestión no reside en que le pueda hablar al frigorífico inteligente, que el coche aparque solo, o que mi asistente de voz me lea el pronóstico del tiempo, sino en la interacción con un elemento clave: las pantallas.

¿Podríamos desarrollar alguna adicción a un sistema digital que no tuviera pantalla? ¿Hay alguna persona con adicción a las emisoras de radio? A priori, lo dudo; todo apunta a que la mayoría de las personas con adicción a algún sistema digital tendrán una pantalla involucrada de por medio, ya sea de mayor o menor tamaño.

Los seres humanos dependemos en gran medida de la visión como sentido principal. No en vano dedicamos una parte generosa de nuestra corteza cerebral a procesar imágenes. El resto de los sentidos, ya sea por desarrollo evolutivo (olfato) o cultural (oído y tacto), los tenemos un poco atrofiados. Es lógico entonces pensar que, para que un sistema digital genere adicción psicológica, necesita hacer uso del sentido con más influencia, la visión.

Una aclaración: este artículo no pretende analizar la adicción a la tecnología desde un punto de vista terapéutico, ya que se trata de un trastorno que requiere atención especializada por parte de un profesional.

¿Hacia dónde vamos con las pantallas? Dicen las estadísticas que pasamos más de tres o cuatro horas al día (tirando muy a la baja) mirando pantallas. Probablemente la cifra real se aproxime más al doble o incluso al triple en algunos casos, teniendo en cuenta que muchos trabajos involucran el uso de algún dispositivo electrónico. Además de los problemas físicos que esto genera (sequedad ocular, problemas de visión derivados del exceso de luz azul, trastornos del sueño por el uso antes de irse a la cama, dolores de espalda debido a posturas indebidas…), se están empezando a descubrir una gama importante de problemas psicológicos que nadie esperaba.

De repente, gracias a la ubicua conexión a Internet y a los teléfonos inteligentes, hemos pasado de conectarnos en el trabajo o en casa a estar permanentemente conectados. Y esto, que parece un avance muy beneficioso (y lo es), ha traído consigo una serie de problemas añadidos que podrían compararse con regalarle un cuchillo a un niño para que juegue con él sin haber comprobado primero lo afilado que está.

El uso continuado y abusivo de pantallas, o más correctamente, el uso continuado de interfaces gráficas (pues sistemas como la televisión tradicional quizá no puedan catalogarse de la misma manera, al no producirse una interacción activa con el usuario), puede estar provocándonos una serie de problemas de cierta gravedad. Analicemos algunos de ellos:

-Ser más impacientes. La asociación que se produce entre tocar algo y obtener una respuesta inmediata acostumbra al cerebro a un aprendizaje de causa-efecto casi instantáneo. Eso, en el mundo “real” (entrecomillado para los fans de Matrix) no existe. O al menos, no existe de forma tan inmediata. Nos matriculamos en la universidad y han de transcurrir cuatro o cinco años hasta que nos graduamos. Conocemos a una persona y construimos una vida en pareja de forma progresiva. Escribimos un blog o un libro y tardaremos mucho tiempo en obtener algún reconocimiento (con suerte…). La vida, en términos generales, es lenta y requiere tiempo. Las cosas no son inmediatas.

¿Qué efectos puede tener en niños de uno o dos años, con sus cerebros extremadamente moldeables, acostumbrarse a manejar interfaces digitales instantáneas con feedback inmediato? ¿Esas “microrrecompensas” continuas reajustarán sus niveles de paciencia para el futuro? ¿Querrán las cosas YA? Al fin y al cabo, si pasan la mayor parte de su infancia interactuando con sistemas que dan lo que uno quiere en cuestión de segundos, no parece descabellado pensar que su cerebro esté siendo entrenado para creer que todo tiene que ser así en cualquier aspecto de la vida.

-Tener ansiedad. Derivado de lo anterior. Si “cableamos” nuestro cerebro para querer las cosas en el momento, pero el mundo real no funciona así, se produce un desequilibrio. El niño, y posterior adulto, al darse cuenta de que en la vida no se puede hacer “scroll” para ver más cosas, y que no podemos controlar todo y a todos con un dedo, empezará a desarrollar una sensación de falta de control en su vida. En un mundo físico, sentir que las únicas competencias propias provienen de habilidades intangibles (como son utilizar interfaces digitales) puede provocar una especie de “Síndrome de telequinesis” (totalmente inventado), donde el mundo y la vida se entienden desde una perspectiva mental errónea. Para ver un partido de fútbol o un documental de alpinismo basta con abrir Youtube, teclear un título y obtener la recompensa, mientras que para jugar realmente al fútbol o subir una montaña se requieren horas de entrenamiento, práctica y “hacer” de verdad esa acción. Por supuesto, no necesitamos practicar todo lo que vemos para vivir una vida plena (qué sentido tendría el cine entonces), pero si todo lo que hacemos es intangible, no estamos viviendo en el mundo real, y cuando salgamos ahí fuera intentaremos aplicar unas habilidades que no tienen cabida.

-No prestar atención a otras cosas más importantes. Somos seres sociales por naturaleza. Aísle usted a una persona durante meses en su casa, sin ver ni hablar con ningún otro ser humano, aunque tenga todo lujo de interacciones digitales, y comenzará a perder la cordura, lenta y progresivamente. Necesitamos el contacto con otros seres humanos porque así es como estamos programados como especie. Salvo casos raros, todos lo necesitamos, en mayor o menor medida. El uso continuo de pantallas impide una socialización correcta, sobre todo en edades donde es especialmente importante. Un adolescente que no socialice tendrá muy complicado construir relaciones sanas cuando sea adulto. Es sencillo: si no te montas en la bicicleta, no sabrás montar en bicicleta.

Este punto no es tanto un efecto directo del uso de pantallas, sino más bien indirecto, ya que, por su propio diseño y filosofía, las aplicaciones están diseñadas para que nuestro cerebro las prefiera antes que otra actividad y nos “roben” tiempo, en este caso, de socialización.

-Tener una capacidad intelectual reducida para tareas profundas. Desde hace una década se ha empezado a demostrar que el uso continuo de pantallas reduce la capacidad atencional del cerebro para tareas de atención o lectura profunda. Hablamos de leer un artículo largo, una novela, o mucho peor, un ensayo. A diferencia de los medios audiovisuales, el texto requiere un esfuerzo cognitivo mayor y también algo de paciencia. El contenido, las ideas, no se presentan al instante, sino que se van desarrollando conforme avanza el texto. Motivo por el cual no he empezado a escribir esta entrada desde aquí, sino desde lo que he considerado que era el principio. Bien es cierto que existen contenidos audiovisuales más profundos que otros. La serie documental “Cosmos” posee una complejidad mucho mayor que la mayoría de los programas de las cadenas de TV. Pero, con todo, la sintaxis y la forma de presentar los contenidos siempre será más directa en un medio audiovisual, por lo que el cerebro ha de “trabajar menos” para obtener esa información, volviéndonos cada vez más vagos.

-Tener menos interés en “cosas interesantes”. Ingrese en el entrecomillado el ocio de calidad que más le interese. Es importante definir qué es ocio de calidad y qué no lo es. Hacer scroll en una red social durante horas no es un ocio de calidad. Caminar por la montaña o leer un libro sí lo es. Las diferencias son varias. Hacer scroll no es una actividad deportiva, no entrena el cuerpo para que se mantenga sano. Tampoco entrena el cerebro, ya que el contenido que está procesando no tiene suficiente complejidad cognitiva como para ser un reto (y aunque la tuviese, sumamos los problemas de los puntos anteriores). Leer un libro, aunque fuera el peor libro del mundo, está activando más zonas del cerebro que una publicación promedio de una red social. Además, nos proporciona nuevas ideas, que son el caldo de cultivo para una mente fuerte y sana. Y si leemos un libro después de caminar por la montaña, todavía mejor.

En este punto, el lector se estará dando cuenta de que existen diferentes tipos de “pantallas”, y que cuando lanzo la pregunta “hacia dónde nos llevan”, me estoy refiriendo principalmente (aunque no solo) al uso indiscriminado en teléfonos móviles con redes sociales. Lo comento aquí ya que hablamos del ocio, pues no puede tener la misma categorización usar dos horas el teléfono móvil para ver vídeos de gatos que para leer artículos periodísticos.

Ocio de calidad, es, por tanto, cualquier actividad que tenga cierta demanda de recursos (mentales, físicos, o ambos) que posteriormente reporten un beneficio y una diversión en consecuencia de lo invertido. La regla de oro para saber si algo es ocio de alta calidad es prestar atención a cómo nos sentimos después de realizarlo. Después de hacer escalada, bricolaje, jardinería, senderismo o lectura, seguramente nos sintamos mejor que antes de empezar; más tranquilos, más relajados, con sensación de logro, sabiendo algo más o teniendo mejores ideas. Después de ver vídeos de gatos, publicaciones de tu vecino en las redes sociales o discusiones en Twitter, lo más seguro es que estemos más nerviosos que al empezar, que hayamos aprendido bien poco, y que nos sintamos culpables por no haber hecho lo que realmente nos apetecía hacer.

-Sufrir más accidentes de lo que sea. Accidentes de coche, de moto, de patinete, de dron, de running… Cada vez es más común ver un conductor de algún medio de transporte utilizando una pantalla.  ¿Por qué ocurre esto? Para responder tenemos que ir al principio del artículo, donde hablamos de que la visión es el sentido más desarrollado en el ser humano. Una pantalla, al final, no es más que una ventana a otro mundo. Y el ser humano es curioso por naturaleza, le gusta descubrir cosas nuevas, porque eso significa potenciales mejoras en supervivencia. El problema es que, nuestra genética, aunque bien adaptada, choca con nuestro desarrollo tecnológico, que está tan disparado que desequilibra la balanza. No somos tan capaces de diferenciar el mundo real del mundo digital y que la pantalla que tenemos delante puede matarnos en cuestión de segundos (probablemente porque tampoco entendemos bien qué significa moverse en una máquina a 33 metros por segundo). De tal forma que recibir un mensaje de texto de un amigo o un pariente adquiere casi tanta relevancia como si estuviera físicamente presente dicha persona. Y ya sabemos que dejar esperando a los amigos es de muy mala educación…

-Tener más insomnio. Muchas personas padecen insomnio en la actualidad. Las causas son multifactoriales y no tienen cabida en este artículo. Pero una de ellas tiene que ver con el uso de dispositivos antes de ir a dormir. Las pantallas retroiluminadas de los teléfonos móviles, ordenadores y tabletas emiten luz frontalmente (a diferencia de las pantallas de los lectores de e-books que no emiten luz, o lo hacen lateralmente). Esta luz es, en gran medida, azul. Se ha demostrado que la luz azul impide que el cerebro segregue con normalidad una de las sustancias necesarias para conciliar el sueño, la melatonina. Para más información, se puede consultar la entrada referente a “Salud Visual”. A grandes rasgos, el cerebro cree que no es hora de dormir porque aún no se ha puesto el sol, y mantiene un nivel de actividad cercano a la vigilia. Por lo tanto, se recomienda dejar de utilizar pantallas retroiluminadas unas horas antes de ir a dormir.

-Ver el mundo más apagado. Las pantallas han supuesto una revolución a la hora de percibir el mundo. Podemos ver lugares y objetos en movimiento con todo detalle en lugar de fotografías estáticas. De hecho, cada año la tecnología de paneles mejora drásticamente, y utilizar un teléfono actual con pantalla OLED y alta resolución supone un espectáculo visual que deja al mundo real un tanto… “obsoleto”.

Los seres humanos somos capaces de distinguir multitud de colores, cientos de miles o un millón de variaciones. Como todo lo demás, esta capacidad ha evolucionado a la vez que nuestro medio por un motivo. Los colores proporcionan información valiosa del mundo. Una fruta en buen estado suele tener un color intenso y apetecible, mientras que otra en mal estado pierde color, o gana otros menos apetitosos (como el moho verde). Que un miembro del grupo esté pálido o demacrado nos indica que está enfermo, mientras que alguien muy enrojecido puede significar que está iracundo. Los colores indican muchas cosas, y siempre son útiles. El problema es que el mundo real “tiene” sus propios colores, y están muy lejos de ser tan intensos como los que muestran nuestras pantallas actuales. Esto plantea un problema: estamos acostumbrando al cerebro a ver colores que no existen en el mundo físico con tanta intensidad. Por lo tanto, cuando veamos campos de flores, praderas, o el mar, nos parecerá que son colores apagados y con falta de viveza.

En los últimos años, debido a este problema han aparecido soluciones que pasan por atenuar los colores en las pantallas o utilizar una escala de grises. Las personas que lo han probado durante algunas semanas dicen experimentar el mundo con colores renovados y más vivos.


Con toda probabilidad, estaré dejando muchas repercusiones en el tintero. Por supuesto, los sistemas digitales tienen muchas ventajas (no tendría sentido decir lo contrario precisamente en una publicación online). Pero es responsabilidad de los propios usuarios analizar con la mayor objetividad posible las tecnologías que van apareciendo e implantándose en la sociedad.

Si en otra época quizá lo fueron los medios de transporte o la industria, en esta los protagonistas son la comunicación y lo digital. La tecnología debería siempre actuar como medio para un fin, y no como el fin en sí mismo. Este quizá sea uno de los mayores problemas con los que nos topamos en la actualidad. Las redes sociales nacieron como un medio para facilitar la comunicación del mayor número de personas posible y hacernos más sociables, pero se han convertido en todo lo contrario, y ahora nos separan más que unirnos físicamente. Es cierto que una videollamada a miles de kilómetros de distancia es muy útil, pero hablar por mensajes de texto o redes sociales con la familia o amigos cuando están a metros de distancia empieza a ser un problema que vamos a tener que solucionar.

Si queremos avanzar como sociedad es imperativo que tomemos consciencia de todo esto, y que pongamos los medios para controlarlo, de igual forma que la industria alimentaria aclara qué ingredientes y sustancias químicas son seguras para el consumo humano y cuáles no lo son. De lo contrario, en las próximas décadas asistiremos a una sociedad “zombi” incapaz de prestar atención a una tarea profunda más de 5 minutos, con dificultades para leer textos complejos o desarrollar opiniones, a merced de la polarización de los medios, incrementando los accidentes de tráfico por distracciones, con problemas de sueño, de sedentarismo, y con trastornos por depresión y ansiedad por falta de perspectiva y sentido en nuestras vidas.

Es verdad que siempre se han escrito alegatos amenazantes acerca del futuro (es hasta un género literario) pero hay una diferencia: nunca hemos tenido la tecnología de la que disponemos ahora. Una tecnología capaz de alterar el cerebro y moldearlo por repetición. Alteraciones que tendrán algunas ventajas de cara a una sociedad rápida y superficial, pero, sobre todo, conllevarán muchos inconvenientes.

Por último, y para evitar precisamente escribir una predicción pesimista, podríamos esbozar dos caminos qué podrían ponerse en marcha para evitar el uso indiscriminado de pantallas y de actividades digitales de ocio de bajo nivel, como las redes sociales.

-Cambio de paradigma en el sector tecnológico hacia un modelo económico y estratégico centrado en el largo plazo

-Cambio en el diseño de las interfaces digitales y en la experiencia de usuario del software

Como es evidente, el primer punto es más complicado. Requiere que los modelos productivos de muchas de las empresas tecnológicas actuales pasen del corto plazo en el que están instauradas (donde ver toneladas de publicidad insulsa en contenidos basura genera ingresos) a un modelo donde el medio y el largo plazo sean protagonistas, en el que los algoritmos premien los contenidos de calidad, útiles para las personas, que en última instancia aporten valor y nos hagan desarrollar habilidades nuevas, generar ideas u obtener conocimientos. Un modelo, quizá, en el que el producto deje de ser el usuario, y se empiece a “pagar” por los contenidos que así lo merecen, ya sea de forma económica u otra manera.

El segundo punto depende del primero, ya que una gran cantidad de software de uso masivo lo crean las grandes empresas tecnológicas. Actualmente, la mayoría de las aplicaciones sociales están diseñadas de forma que “exploten” las vulnerabilidades del funcionamiento normal del cerebro. Por ejemplo, en las redes sociales aparecen nuevos contenidos cada segundo y es prácticamente imposible estar al día, eso hace que sintamos que hay más que ver, como si fuera una máquina tragaperras donde el siguiente contenido puede ser “el bueno”. Cuanto más tiempo permanezca un usuario en la aplicación, más uso está haciendo de ella, más publicidad está viendo y más ingresos está generando.

Como acabamos de comentar, esto es un modelo cortoplacista y dañino; en primer lugar, para el usuario, pero también en última instancia para la empresa. Una sociedad enferma es aprovechable, pero a la larga planteará más problemas que beneficios (si tus usuarios padecen depresión o ansiedad, quizá hasta dejen de utilizar la aplicación o no sean tan activos). Un modelo basado en el bienestar del usuario es el único camino viable a largo plazo. Talar el Amazonas puede aportar un buen rendimiento económico a corto plazo, pero a largo el balance será negativo e insostenible.

Terminamos con un dato preocupante: la tasa de suicidio adolescente ha ido creciendo paralelamente a la implantación progresiva del smartphone, y las consultas de atención psicológica se están llenando de jóvenes con problemas de ansiedad y depresión, que son, curiosamente, el rango de edad que más uso diario de pantallas hace (especialmente en redes sociales). Esto ya deberíamos ponernos en guardia, pero si, además, sumamos la gran cantidad de conductores que dejan de mirar al frente para consultar una notificación o escribir un mensaje (se estima que una de cada cinco muertes al volante la causan distracciones con el teléfono), queda claro que algo estamos haciendo muy mal.

Esto no es solo competencia de las autoridades y los gobiernos, las grandes empresas tecnológicas y los usuarios tenemos un gran trabajo por delante. Es el momento de que cada uno asuma su parte.

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